Resulta difícil imaginar las situaciones que Jesús enfrentó en su tiempo aquí en la Tierra y la forma en que respondía ante cada desafío. Para nosotros, especialmente cuando la vida parece estable y sin mayores problemas, resulta sencillo ignorar esta demanda. En momentos de tranquilidad en el hogar, el trabajo o nuestras relaciones, podemos sentirnos cómodos en nuestra fe. Sin embargo, ¿qué sucede en momentos de angustia y necesidad? ¿Podemos aún reflejar el carácter de Cristo cuando enfrentamos pruebas y adversidades?
La verdadera prueba de semejanza a Cristo se revela en tiempos de dificultad. La respuesta automática del ser humano en situaciones de peligro es el instinto de supervivencia, que muchas veces nos impulsa a reaccionar de forma instintiva y descontrolada. En esos momentos, muchos olvidan buscar la guía del Espíritu Santo y responden sin considerar lo que Jesús haría en su lugar. Es natural que alguien pacífico y ecuánime pierda la calma ante una crisis inesperada; no obstante, es precisamente en esos instantes críticos cuando se revela el verdadero carácter de una persona.
En la soledad y en medio de decisiones difíciles, nuestras verdaderas capacidades y valores salen a la luz. Es sencillo considerarse valiente, honesto o compasivo cuando no existen situaciones que pongan a prueba esas virtudes. Pero, ¿cómo actuamos cuando nadie nos observa? En estos momentos solitarios, el reflejo de nuestro carácter puede determinar si realmente estamos en la senda hacia la semejanza con Cristo.
No podemos decir que somos semejantes a Jesús sin haber enfrentado pruebas que desafíen nuestra integridad y fe. Nuestro carácter es lo que finalmente determinará cómo enfrentamos cualquier situación. Cuando las circunstancias son favorables y estamos bien preparados, es fácil tomar decisiones acertadas; sin embargo, en una emergencia o crisis, las reacciones suelen variar enormemente. Algunos se paralizan, otros lloran, y unos pocos logran tomar las decisiones adecuadas. Esto demuestra que el carácter cristiano no solo se define en tiempos de paz, sino en los momentos de caos y dificultad.
El evangelio no es solo un mensaje de salvación; también es un llamado a vivir una vida íntegra en medio de las pruebas. En diversas ocasiones, el camino cristiano nos llevará por situaciones difíciles que desafían nuestra fe: la pérdida de un ser querido, enfermedades, problemas económicos o conflictos familiares. En cada una de estas circunstancias, nuestro carácter cristiano será el que determine el desenlace. Si actuamos basándonos en emociones, podemos cometer errores; sin embargo, si buscamos primero el consejo de Dios y reflexionamos, es probable que tomemos decisiones sabias y alineadas con su voluntad.
Vivir para Cristo no significa estar exento de sufrimientos. Al contrario, es en esos momentos de dolor cuando nuestra fe es probada y se evidencia nuestra verdadera confianza en Dios. Cuando enfrentamos el peligro de muerte, la falta de recursos o la enfermedad, aprendemos a reconocer a Dios como nuestro proveedor y sanador. Este proceso de aprendizaje y dependencia es esencial para forjar un carácter semejante al de Cristo.
Los apóstoles fueron un ejemplo notable de entrega y sacrificio por seguir a Cristo. Ellos deseaban alcanzar «la estatura del varón perfecto» y, para ello, estaban dispuestos a enfrentar las mismas dificultades y persecuciones que Jesús enfrentó. El apóstol Pablo, por ejemplo, renunció a todos los títulos y honores que tenía para poder asemejarse a Cristo en sus padecimientos, llegando incluso a considerar todos sus logros como pérdida comparados con el conocimiento de Jesucristo.
En sus palabras, Pablo expresa su deseo de conocer profundamente a Cristo y participar de sus sufrimientos: “Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo.” Filipenses 3:7-11. Pablo comprendió que el verdadero llamado cristiano es mucho más que títulos o posiciones; es un llamado a vivir conforme a la voluntad de Dios, aún a costa de grandes sacrificios.
Al reflexionar sobre nuestra vida cristiana, es importante cuestionarnos acerca de nuestras expectativas. ¿Buscamos ser conocidos, tener un gran ministerio o alcanzar una posición dentro de la iglesia? Si bien estas aspiraciones no son necesariamente malas, no representan el verdadero propósito que Dios desea para nosotros. El propósito de Dios es que lleguemos a ser semejantes a Jesucristo.
Jesús mismo lo dijo: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto.” Mateo 5:48. Y el apóstol Pablo exhorta: “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo.” 1 Corintios 11:1. Este llamado a imitar a Cristo y reflejar su santidad es una constante en el Nuevo Testamento, donde encontramos un llamado repetido a vivir una vida santa y consagrada, tal como Dios lo exige: “Sed santos, porque yo soy santo”. 1 Pedro 1:16.
Si nuestras expectativas no están centradas en ser semejantes a Cristo, es tiempo de reconsiderar nuestras prioridades. Dios no solo quiere que crezcamos en conocimiento, sino que transformemos nuestra manera de vivir para reflejar el carácter de su Hijo. Ser semejantes a Cristo implica no solo imitar sus enseñanzas, sino también vivir con integridad, amor y humildad, siguiendo su ejemplo en cada situación que enfrentemos.
Al final, la verdadera medida de nuestra vida cristiana no estará en nuestros logros o posiciones, sino en cómo hemos permitido que el carácter de Cristo se forme en nosotros. La semejanza a Jesús no es algo que podamos lograr únicamente en momentos de paz o bajo condiciones ideales; es un carácter que se forja en medio de las pruebas, los desafíos y las adversidades. Solo cuando enfrentemos situaciones similares a las que Jesús enfrentó y respondamos como Él lo haría, podremos decir que estamos en el camino de ser como Él.